Su ejemplo, los valores que encarnó no pueden morir. Si hubiese más como él tendríamos la guerra ganada.
Ignacio Echeverría podría haber pasado de largo. El terrorista no le atacaba a él; estaba acuchillando a una mujer indefensa con la que se había cruzado al azar de su carnicería. Él, además, iba desarmado y disponía de un vehículo con el cual agilizar la huída. Es lo que habría hecho cualquier persona “sensata”, siguendo el criterio dominante en estos tiempos de hedonismo. ¿Por qué no salió corriendo? ¿Por qué bajó de la bicicleta sin más escudo que su monopatín y se lanzó en auxilio de esa desconocida? Porque algunas personas, muy pocas, están imbuidas de un sentido del honor más hondo incluso que el instinto de supervivencia. Un impulso generoso, bondadoso, valeroso, que guía sus actos de forma natural hacia la rectitud con una fuerza muy superior a la del cálculo interesado. Son seres hechos de luz.
No conozco a Ignacio ni tampoco a su familia, pero escribo estas líneas profundamente conmovida por su gesto. Por lo extraordinario de ese heroismo tan impropio de nuestra época. ¿Cuántos de nosotros habríamos obrado de igual modo puestos en las misma situación? Tal vez ninguno. Porque la vida propia, la de uno, es el bien supremo en la escala de valores vigente hoy en día, seguida muy de cerca por la riqueza y la comodidad. Porque la cobardía ha dejado de llamarse por su nombre para denominarse “inteligencia” o “prudencia” y ser no solo aceptada, sino aplaudida socialmente. Porque la valentía es denostada como actitud trasnochada e inútil. Porque el relativismo se ha adueñado del pensamiento dominante de tal modo que tanto da ser un héroe como un villano ya que todo es igualmente lícito si conviene. Todo equivale. No hay bien o mal que valgan. Hasta ese punto hemos perdido el norte en esta sociedad satisfecha, cada vez más parecida a la decadente Roma imperial previa a las invasiones bárbaras. Y por eso es tan encomiable, tan digno de admiración y de gratitud Ignacio.
Habría podido mirar hacia otro lado; nadie se lo habría reprochado. La masacre no iba con él, pese a lo cual optó por implicarse en el empeño de salvar una vida a costa de perder la suya. Probablemente no lo pensase sino que actuase instintivamente, lo que otorga aún más valor a su conducta y también a la educación recibida de sus padres. Si algún día yo me topara con un asesino empeñado en degollarme, me gustaría ver pasar a mi lado a un hombre valeroso y noble como Ignacio Echeverría. Y si fuese yo quien presenciara una escena semejante, querría encontrar el coraje de lanzarme al cuello del agresor en lugar de pasar de largo. Si en el mundo hubiese más valientes cortados por ese patrón, los yihadistas que ansían destruir nuestra civilización no conseguirían sembrar el pánico tan fácilmente entre “gente” aterrorizada sino que se enfrentarían a personas dispuestas a defenderse unas a otras plantándoles cara a ellos. Tendríamos la guerra ganada. Lo cual no resta un ápice de responsabilidad a los gobiernos, las fuerzas de seguridad, los servicios de inteligencia y el legislador, cuyo trabajo en el Reino Unido está demostrando ser un verdadero desastre.
Ignacio Echeverría ha pagado con su vida el precio de una dignidad que lo sitúa en el puesto de mayor honor en el podio de la condición humana. Su ejemplo, su virtud, los valores que encarnó no mueren. No pueden morir. Descansa en paz, caballero, surcando el cielo de los justos sobre tu montura de ruedas. Ojalá que tu lección de vida logre arraigar entre nosotros.
Fuente: abc/ Isabel San Sebastián