- La corrección política no entiende de ideologías. En una sociedad obsesionada con no ofender, izquierda y derecha desarrollan sus propias censuras.
- Juan Soto Ivars desnuda la nueva amenaza del moralismo en su ensayo ‘Arden las redes’.
«La gente está muy enfadada. Creedme, muy enfadada». El agudo diagnóstico pertenece a Donald Trump. Lo dio el 15 de mayo de 2016. Para entonces ya no era un promotor inmobiliario bocazas obsesionado con lucirse en las primarias del partido Republicano, sino un peligro que inclinaba la balanza hacia un territorio político desconocido en Estados Unidos. Su candidatura avanzaba posiciones ante el desconcierto del Tea Party, el temor de las empresas del Nasdaq y el cachondeo receloso de Stephen Colbert y demás presentadores de late nights. El enfado de «the people» iba a ser el combustible de su campaña. Pero ¿a qué gente se refería?
La división radical del electorado norteamericano quedó clara tras la segunda victoria de Barack Obama, pero derivó en una polarización extrema tras la irrupción de Trump. Desde entonces, como advierte Mark Thompson, escritor y presidente de The New York Times, el debate político de la mayor democracia del mundo está roto, y quienes fueron compatriotas parecen regirse por valores irreconciliables, como si en EEUU se hubiera desatado una Guerra Fría interna.
Trump se ha aprovechado de la poscensura, un fenómeno nuevo y peligroso, producto de nuestro tiempo, que surge de la alineación de las redes sociales, la crisis de credibilidad de la prensa y una combinación de corrección política y guerra cultural. La poscensura genera linchamientos, pero sobre todo destruye la posibilidad de un debate racional, y crea las condiciones perfectas para que un discurso como el de Trump tenga credibilidad.
En un país donde cualquier comentario de tufo machista puede torcer la carrera de un presentador de televisión, o donde una alusión poco reverente hacia las minorías puede mandar al paro a un profesor, la estratagema de enfrentarse a la corrección política de los liberales parecía suicida. Es lo que creyeron los demócratas, que se lanzaron contra él intentando retratarlo como un machista y un xenófobo. Dos palabras terribles para un demócrata, que sin embargo sonaban a rebeldía para una inmensa masa de población.
China prohibió una exposición de Mao, de Andy Warhol, por considerarlos “irrespetuosos”.
La basura blanca, ese colectivo racial empobrecido al que la corrección política sí nos permite ridiculizar, había encontrado en Trump a un tipo que hablaba como «la gente». Quedó demostrado cuando Clinton disparó su última bala a través de The Washington Post y rescató las palabras de Trump de 2005, acaparando todas las portadas: «Si eres una celebridad, (las mujeres) te dejan hacer lo que quieras, puedes hacer lo que quieras. Agarrarlas por el coño. Puedes hacer de todo».
Unas declaraciones como esas hubieran destruido la carrera de cualquier político demócrata o moderado, pero a Trump, según los estudios de Big Data, le hicieron pasar por «auténtico». Pese a su misoginia evidente, el 53% de las mujeres blancas se decantaron por él. Cuando se les preguntaba en televisión, las women for Trump disculpaban la brutalidad como un desliz, aseguraban que «los hombres hablan así entre ellos», y recordaban lo que Bill Clinton había hecho con Monica Lewinsky.
La victoria de Donald Trump es la constatación de que hay dos bandos en la ciudadanía que se expresan en lenguajes incompatibles y se rigen por valores morales antagónicos. Como señala el académico Javier Marías, «la lengua sirve para unir y para separar, para acercar y alejar, atraer y repeler, engañar y fingir, para la verdad y la mentira».
En esta división aparece una nueva forma de censura, la poscensura. Provocada, sin ser totalmente conscientes de ello, por los dos bandos de la corrección política. Suele escribirse sobre corrección política de izquierdas, pero el otro frente de puritanismo censor se ha vuelto tan poderoso como aquella. Miles de ciudadanos ejercen una vigilancia paranoica del pensamiento y el lenguaje públicos a través de las redes, desde la izquierda y la derecha. Quien hoy defiende tu libertad de expresión, mañana tratará de castigarte.
Las causas tienen que ver con el éxito de las redes sociales y la crisis de credibilidad de la prensa tradicional. Eli Pariser, autor de El filtro burbuja, indica que los algoritmos de Instagram, Facebook y Twitter ahondan la división creando islas ideológicas cerradas donde los usuarios tienden a recibir solamente opiniones políticas afines, y noticias reales o falsas que corroboren sus prejuicios.
La cadena Fox News (EEUU) pixeló los pechos de ‘Les femmes d’Alger’, de Picasso.
Los progresistas políticamente correctos y los puritanos conservadores tienen en común la alergia a la libertad de expresión de sus adversarios. Los izquierdistas imponen sus trigger warmings (avisos de que un texto contiene expresiones potencialmente ofensivas para las minorías), y los conservadores llevan a los tribunales a quienes mancillan los símbolos nacionales. Unos construyen eufemismos para los negros o los enfermos y se los imponen al resto, mientras que otros logran que un pitido sustituya la palabra fuck en la televisión. Unos consiguen que se expediente a un profesor que cuestionó la existencia de la cultura de la violación, mientras que otros logran el despido de Ward Churchill de la Universidad de Colorado porque sugirió que el 11-S fue consecuencia de los ataques norteamericanos contra países musulmanes.
Al calor de la poscensura, han brotado empresas como Writing in the Margins, que «corrige» los libros antes de ser publicados para «limpiarlos» de expresiones que puedan ser entendidas como racistas o machistas. Así, una escritora tan poco sospechosa de xenofobia como J.K. Rowling, autora de Harry Potter, decidió someterse a esta censura para ahorrarse posibles linchamientos en Twitter. Su comportamiento respondía a un miedo contemporáneo: ser acusado de algo que no eres por una multitud de pueblerinos digitales. Ocurrió a Tim Burton, acusado de racista porque sus protagonistas siempre son blancos, o a Scarlett Johansson, que había cometido el pecado de interpretar a la cyborg en la adaptación de un manga japonés.
La poscensura es un sistema represivo que no requiere leyes ni estado censor, y que impone sus prohibiciones infundiendo el miedo a ser catalogados como traidores. Bajo la poscensura, los izquierdistas tienen miedo de que una multitud les llame machistas, racistas u homófobos, mientras que los derechistas temen etiquetas como buenista, relativista o progre. En cada bando, son los sinónimos de «traidor».
La poscensura mata el debate racional y exacerba los insultos y las acusaciones. Explica por qué engordan las posiciones radicales y se achica el espacio para la sutileza. Y por qué, pese a los ataques multitudinarios de la izquierda contra la reputación de Donald Trump, éste llegó a presidente del país más poderoso de la tierra. A sus votantes les importaban un pimiento esas etiquetas que la izquierda interpreta como pecados capitales.
Fuente: elmundo