Una combinación de intensa diplomacia y amenaza militar explícita doblegan la resistencia del expresidente gambiano, algo inédito en la historia reciente del continente
Veinte de enero. Mientras el mundo no pierde detalle de la investidura de Donald Trump en EEUU, a miles de kilómetros, en un pequeño país africano llamado Gambia, un dictador hace las maletas para irse al exilio. Después de 22 años parecía imposible que Yahya Jammeh cediera el poder de manera pacífica, pero una delicada combinación de intensa diplomacia y de amenaza militar bastó para que, sin disparar un solo tiro, el régimen colapsara. Algo inédito en la historia reciente de África.
Si las paredes del Palacio Presidencial de Banjul pudieran hablar contarían la historia de estos tres días frenéticos de miedo en calles desiertas y soldados en la frontera, pero sobre todo de reuniones eternas en las que un presidente acorralado puso a su país al borde del abismo para salvar su pellejo. Allí se jugó la última mano de una partida que comenzó el 9 de diciembre de 2016, el mismo día que Jammeh anunció que cambiaba de idea y no reconocía los resultados de unas elecciones que había perdido una semana antes. La reacción internacional fue unánime: ni un solo país u organismo internacional dio pábulo a Jammeh y todos cerraron filas en torno al presidente electo, el opositor Adama Barrow. Los primeros, los africanos.
A juicio de Jeffrey Smith, investigador y director ejecutivo de Vanguard Africa que ha seguido muy de cerca la crisis gambiana, “hay que reconocer el robusto papel de liderazgo jugado por la Comunidad Económica de Estados de África Occidental (Cedeao). Cuando la democracia y la voluntad popular están amenazadas en un país, los líderes regionales no se pueden permitir el lujo de permanecer ajenos y Gambia constituye un ejemplo positivo de lo que puede ocurrir cuando esos líderes están unidos en este empeño”.
El 13 de enero, la primera misión de la Cedeao aterrizaba en Banjul. Al frente, una mujer enérgica, Premio Nobel de la Paz y presidenta de Liberia, Ellen-Johnson Sirleaf, marcó los límites a Jammeh pero el líder gambiano se sentía aún fuerte. Junto a ella, otro dirigente clave en la negociación fue el nigeriano Mahamadu Buhari, también exmilitar y exgolpista como Jammeh, que incluso le ofreció Nigeria como tierra de asilo. Pero no dio su brazo a torcer.
La Cedeao volvió a advertir: o se iba o habría intervención militar. Senegal, el país más afectado, empujó mucho en esa dirección. Sin embargo, Jammeh seguía enrocado y sacaba de paseo su habitual bravuconería. A finales de diciembre, la tensión iba en aumento mientras el régimen comenzaba a mostrar los primeros signos de debilidad, desangrándose en un rosario de deserciones de ministros y militares. El segundo round diplomático se jugó a mediados de enero, con Johnson-Sirleaf y Buhari de nuevo. Pero fue incluso peor. Jammeh grabó sin previo aviso una conversación telefónica con la presidenta liberiana y la emitió por televisión. “Está jugando con nosotros”, dijo luego la Premio Nobel.
El temor a un derramamiento de sangre hizo que unas 45.000 personas huyeran en las últimas semanas del país, la mayor parte rumbo a Senegal. Las calles de la capital ofrecieron un aspecto fantasmagórico: comercios cerrados, miradas esquivas, soldados agazapados tras sacos de arena en puestos de control en cada cruce. Hasta los turistas salieron a borbotones. Ahora están volviendo. Poco a poco, en sucesivas oleadas, gambianos y extranjeros regresan y el ritmo de la música de los locales nocturnos de Senegambia, Palma Rima y Kololi se empieza a fundir con el ajetreo recuperado de Westfield y Serekunda, donde todo empieza a ser como antes.
Pero hace días no toda parecía tan halagüeño. El plazo dado por la Unión Africana expiraba el 19 de enero y todo apuntaba a un final movido. Mientras Barrow era investido presidente en Dakar, la Cedeao agotaba su último cartucho apelando al palo y la zanahoria. Los dos mediadores enviados in extremis eran amigos personales de Jammeh, el guineano Alpha Condé y el mauritano Abdel Aziz. Pero al mismo tiempo, las tropas senegalesas enseñaban los dientes y atravesaban los puestos fronterizos de Farafenni, Seleti y Karang ante un Ejército gambiano ya convencido de la inutilidad de mostrar resistencia. A Jammeh no le quedó más remedio que capitular en Banjul.
Las últimas horas que ganó antes de partir rumbo a Conakri, primera escala antes de seguir hacia Guinea Ecuatorial, le sirvieron para rebañar una pírrica victoria con un acuerdo que protege sus bienes, le permite regresar a Gambia y mantiene sus derechos civiles. Ahora Adama Barrow se perfila como una incógnita, pero la llegada de nuevos aires de libertad a este país sin injerencias con tufillo colonial ni violencia ha sido celebrada como la consecución de la vieja aspiración continental de encontrar soluciones africanas a los problemas africanos. “Si la democracia puede llegar a Gambia, puede hacerlo a cualquier parte”, remata Jeffrey Smith.
Fuente: elpais